Montparnasse, junio 27


Disminuir la distancia, apoderarse del deseo relativo, pensar tantas veces lo mismo, imaginar que en este rumbo de arena y miel, —me pregunto—, ¿podría encontrar a La Maga, de Cortázar; a la Cosette, de Víctor Hugo; la Emma, de Flauvert; Margueritte, de Dumas; la Beatriz, de Virgilio?. ¡Claro!, cómo no voy a pensar en estos escritores caminando por la Rue de lÉperon, yendo hacia Saint Germain des Prés, pensando en la literatura transparente, la misma que convoca al destino, repensando si tendría sentido aquello que alguna vez escribí, ¿por qué tendría que suponer que la vida es mejor compartida?, sencillamente: tomar una decisión, porque en este mundo de afanes, invertimos gran parte de lo que somos, no soy yo quien lo dice, son los autores: Tolstoi, con su Karenina; Hemingway, con María; Carlota, en Goethe; acaso Remedios la Bella, Nora, Fortunata, Cossete, Julieta, Aldonza Lorenzo, quizá como acertijo o pretexto para acreditar a la suerte, inventando o reinventando las pasiones de este mundo.

Aunque para la literatura nada tiene que ser exacto, se trata de construir maneras de justificar esta ley inexorable: «la vida es mejor compartida», una frase perfecta para algunos, y para otros casi, en ese «casi», capaz de obligarnos a empezar y volver a empezar, buscando cualquier consecuencia, acaso por alguna condición inalcanzable, —pudiendo ser tan sencillo como aproximarse a la magia de un ella y un él perfectos—. Sin embargo ésta palabra sencilla de cuatro letras, causante de estragos, parecida al «pero», tan similar al «luego», un «por poco», de nada sirve, entonces, para qué coleccionar palabras tan pequeñas y peligrosas que solo estorban al cumplimiento de esta ley o de cualquier otra que proponga convicción; me refiero a esa lista de palabras, las clásicas herramientas de la mentira que los amantes verdaderos jamás se atreven a usar. Imaginar por un minuto: estar y no ser, llegar pero nunca aportar, ofrecerse pero no entregarse; adverbios mal utilizados, empeñados en destruir la magia del destino, tan innecesarios como construir un barco en pleno desierto.

Probablemente lo sustancial de las palabras consista en elaborar respuestas a ciertas dudas. ¿Cómo recorrer la ruta de complicidades que construyan historias verdaderas?, ciertamente, la respuesta está en otra palabra corta, de cuatro letras, opuesta a las anteriores, tan sobre utilizada. Quizá el amor no es una respuesta absoluta, pero sí podría ser la mejor respuesta, una maravillosa verdad que propone olvidarnos de nosotros mismos, «in lak´ech - hala ken», es por eso que debo insistir en el argumento para pensar en el otro como un extraordinario espejo, que une materia y sueño, nos refleja y al mismo tiempo nos mira, un espejo a quien quizá podríamos engañar por fuera pero jamás por dentro, «el hombre es el espejo consciente...», dice Leibniz, o Cortázar: «para verme tenía que mirarte»; una lista interminable de ejemplos. Claro, mentir con la palabra amor como espejo, podría ser una de las traiciones más eficaces, es por ello el destino de ciertas palabras y su fragilidad, cuando son sobre utilizadas o cuando son usadas como esgrima para defender un oscuro interior, una obsesión, sobre todo si se miente a uno mismo.

Ahora entiendo a Baudelaire, perdido por estas mismas calles de París, con su necesidad de desprenderse de la melancolía, insistiendo en que las palabras, deben aprender de los pensamientos, deben aprender del corazón, deben aprender del sueño mismo; nos advierte sobre las relaciones amorosas, ¡su peligrosa consecuencia!, así de simple, en este sentido habría que tomar una decisión: «Ser o no ser». Luego, tropiezo en la paradoja de «La espuma de los días», queda claro que Boris Vian nos ejemplifica a detalle el sabor de la desesperanza. Mezclar existencialismo y surrealismo, más allá de una desbordante imaginación, nos comparte un secreto: ¡un caso severo de desesperanza!, no puede existir peor cosa que perder al amor de tu vida: Colin, pasa de ser un tipo apuesto, quien «cuenta con una fortuna suficiente para vivir convenientemente sin trabajar para otros», a tener que trabajar, ¡peor aún!, aceptar trabajos que nadie soportaría, tan solo para poder comprar flores, como único remedio a la enfermedad de Chloé, (el amor de su vida), hasta llegar a su último y definitivo empleo; trabajar como «ave de mal agüero», llevar las malas noticias antes de que sucedan, y así, se tiene que entregar una noticia a sí mismo, —que extraña metáfora, dolorosa coincidencia—. enterarse de lo que sucederá, antes de que suceda, luego, desesperado, buscando a dios, reprochando a cristo, quién lo ha de ignorar por completo, debido a que dejó de ser «alguien», ya sin fortuna; mundo de intereses, un mundo absurdo, al parecer incorrecto. Boris Vian nos demuestra que las cosas importantes no suceden en la cama, no es lo que das o recibes, no son los diagnósticos de Baudelaire, ni las calles de Montparnasse llenas de hermosas mujeres con quien compartir un buen vino. Lo verdaderamente importante, es lo que se siembra, aún en contra de las peor adversidad, sencillamente, por que somos una suma de memoria, porque son nuestras palabras las que asesinan o las que mantienen viva a la esperanza y el amor, es su maravilloso instrumento.

Reconozco que existen palabras buenas y malas, depende de su propósito, porque las palabras son nuestra memoria, al utilizarlas, nos alejan o disminuyen la distancia de lo que deseamos para nosotros mismos y para quien más amamos. ¿Cómo olvidar esta búsqueda interminable?, es por esto que los escritores acumulan palabras inteligentes para fomentar la búsqueda de lo amado, para garantizar que los sueños sigan girando en el mundo, para no olvidar quienes somos y lo que queremos ser; de tal forma que no hay argumentos que desacrediten la teoría de lo posible, la costumbre de unir presagios con la magia de las palabras, con la magia de los pensamientos: igual que Colin, «la esperanza es lo último que se pierde», ¡cierto!, aunque al final salgamos perdiendo. Hesíodo dejo esa explicación bien guardada en una caja de Pandora.

¿Podría encontrar a la Maga, de Cortázar; a la Cosette, de Victor Hugo; la Emma, de Flauvert; Margueritte, de Dumas; la Beatriz, de Virgilio? | Foto de Carlos Urrutia